Después del 18 de octubre del 2019 la vida no fue la misma en Chile. Las manifestaciones comenzaron a ser pan de cada día y la vulneración de los derechos humanos también. En tan solo días la capital fue testigo de un sinfín de ataques hacia manifestantes, que hoy viven con cicatrices físicas y mentales, y denuncias que no llegan a ningún lugar.
Por Paula Altamirano O.
El día después del estallido
Comenzaba un sábado 19 de octubre del 2019 con Chile en Estado de Emergencia. Un Chile diferente, expectante y removido. La jornada se avecinaba dura para las calles, el olor a lacrimógena de la noche anterior aún se sentía en el aire.
La aurora aspiraba las emociones contenidas por millones de personas durante largos 30 años. La tensión se sentía, se sabía que ese día el movimiento iba a continuar, que no se trataba de algo momentáneo: “un 18 de octubre”, sino más bien del despertar de una serie de sucesos, que para ese entonces ni siquiera se pensaban.
Aquel día 19 de octubre, distintos puntos de Chile se activaron nuevamente, la gente salió a tomarse las calles y con más convocatoria que el día anterior.
Cuando el reloj daba las 15:30, un comunicador audiovisual de 31 años, Sebastián H., salía de su casa en Lo Prado en dirección a la Plaza Baquedano, montado en su bicicleta con una cámara en la mochila para capturar lo que estaba pasando.
A la altura de la calle Miraflores, en la comuna de Santiago, su hazaña fue truncada por Carabineros de Chile. Se bajó de la bici y observó una estampida de manifestantes corriendo hacia él mientras escapaban de un vehículo blindado de Fuerzas Especiales. En cuestión de segundos “se bajó el copiloto y disparó una lacrimógena que impactó en mi cabeza. Iba directo a mí, no había nadie más, las demás personas habían corrido”, asegura.
Entre tambaleos caminó de forma suave por la calle, como si el tiempo estuviera detenido, solo con el sonido metálico de la cadena de la bicicleta girando despacio, pero sin rumbo.
En su cabeza comenzó a sonar un pitido cuando se le acercó un hombre: “¿estás bien? Te acaban de disparar”.
Continuaron y esperaron en la Plaza Benjamín Vicuña Mackenna, junto a otras personas, la llegada de la ambulancia que lo llevaría a la Posta Central. Minutos antes, el frío lo invadió: “pensé que me estaba muriendo”.
Sebastián estuvo trece largos días hospitalizado, producto del disparo que recibió de carabineros. Alcanzó a sacar una sola foto, que gentilmente fue cedida a Fast Check CL.
Un traumatismo encéfalo craneano (TEC) cerrado le provocó el golpe de la lacrimógena en el hemisferio derecho de su cabeza, producto del disparo del oficial de Carabineros, que hasta el día de hoy no ha sido identificado, a pesar de la denuncia, aún en curso y sin respuesta.
El TEC le produjo un hematoma subdural que lo tuvo seis días en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), diez días más en la posta, dos meses paralizado en todas sus labores cotidianas y una amplia colección de medicamentos, que nunca antes tuvo que tomar.
“El traumatismo le generó una acumulación de líquido inflamatorio y/o sangre bajo en la duramadre, una de las meninges del cerebro”, ilustra el Médico Cirujano y Médico general de Zona del Servicio de Salud Metropolitano Occidente, Néstor Oyarzo y le da énfasis a la gravedad del golpe, ya que “la mortalidad de hematoma subdural aguda es sobre 50%”.
Así, al día siguiente de aquel sábado, Sebastián H. despertó en la Posta Central con más de cuatro sondas en el cuerpo y luchando contra una lesión que había literalmente sacudido su cerebro.
Otro día, otra vida
Al otro lado de la ciudad, en las cercanías de la Plaza de Maipú, un estudiante de Magíster en Bioquímica, llamado Sebastián Roque (25) iba de camino a su casa en bicicleta el 21 de octubre, después de haber estado tomando fotografías análogas de las manifestaciones. Andaba rápido pues quedaba poco para el toque de queda, que en ese momento era a las 20:00 horas.
A las 19.30 Roque llegaba a la intersección de 5 de Abril con El Carmen, a cuadras de su domicilio. El paso de un camión de Bomberos lo hizo detenerse, se distrajo y no se percató de la presencia de un oficial de Fuerzas Especiales a menos de dos metros de él: “Tírate al suelo, conchetumare”, le dijo apenas tuvieron contacto visual.
“Ahí pensé: tengo que escapar de alguna forma. Traté de subirme a la bici y pasar por a lado de él pero me dio una patada en el muslo y me botó. Caí al suelo, me agarró del cuello de la camisa, me arrastró y me empezó a golpear”, relata Roque. No tardaron en llegar otros cinco o seis uniformados protegidos hasta la mollera y con sus rostros escasamente descubiertos. Entre todos le propinaron golpes en diferentes partes del cuerpo.
Los incesantes golpes en la cabeza eran amortiguados por el casco de bicicleta que usaba Roque en ese momento: “Siento que eso me salvó de algo mucho peor porque ellos estaban fuera de sí”. Se mantuvo en el suelo con las piernas recogidas y los brazos protegiendo su rostro. “En un momento pararon, pensé que se había acabado y levanté la mirada. Ahí, uno maletero me dio con la luma en la cara. Me fracturó el maxilar superior”.
Sebastián, tiempo después tuvo que ser operado y con una denuncia vigente que, hasta hoy, nada ha avanzado: no se sabe del paradero de sus agresores.
Era martes 22 de octubre y las autoridades no sabían qué hacer para calmar el desorden público. La Plaza Italia se había convertido en un punto de concentración para la capital, donde personas de todas partes de Santiago se reunían ahí sin temor ante la presencia de las policías y militares. La plaza que antes era usada para festejar los triunfos del fútbol se había convertido en la sede de la revolución.
Esa misma tarde y en ese mismo lugar, cerca de las 17 horas, David Muñoz, un joven trabajador de 24 años, se disponía a regresar a su casa cuando notó algo: “vi mucha gente en la entrada de metro por Av. Vicuña Mackenna, decían que abajo torturaban gente, que estaban pasando cosas raras. En ese momento pensé que lo mejor era bajar y ver qué pasaba, nunca pensé que me pasaría algo”, cuenta.
Bajó las escaleras del acceso al metro, llegó hasta un portón que tenía un latón encima. Entonces “vi siluetas y sentí un impacto”, recuerda. La escopeta del uniformado que todavía se asomaba había eyectado doce perdigones en su pierna derecha, que ya comenzaba a chorrear sangre por doquier.
Muñoz fue llevado a la Posta Central por personas de la Cruz Roja. Un agujero de 7 cm de diámetro y 15 de profundidad fue la herida más grave. Le dieron primeros auxilios y se fue a su casa con 10 de los 12 perdigones que le disparó el oficial de Carabineros, cuyo paradero también es desconocido y del que todavía no se sabe nada. La denuncia reposa tranquila en la fiscalía.
El ataque le costó un mes sin pisar, una pila de remedios y curaciones, y dolores que hasta el día de hoy persisten. Los médicos le dijeron que una vez pasada la pandemia podría operarse para sacarse los perdigones.
El paso de los días no frenó el descontento
Los días pasaban y las movilizaciones no cesaban. Tampoco el toque de queda. La idea de una nueva constitución se posicionó fuertemente en la opinión pública. La gente estaba más organizada y los territorios también.
Corría la tarde del 30 de octubre y un joven periodista, Carlos Lizana (26), caminaba por Vicuña Mackenna hacia Matta para tomar micro a su casa, luego de haber estado en una concentración en el sector de Baquedano. Mientras avanzaba paso a paso, veía fuego. Las barricadas se repetían en el camino.
A dos cuadras de su paradero, Lizana ve llegar un carro lanza gases de las fuerzas policiales. El copiloto del carro desciende, saca una escopeta y arremete contra los presentes. Tres disparos fueron percutados por esa arma, uno de ellos llegó al periodista.
“El zorrillo salió persiguiendo a los cabros que corrieron, yo esperé un rato y después corrí, tomé la micro, me senté. Ahí me di cuenta que iba manchando el asiento con sangre”, relata Lizana.
Al llegar a su casa buscó conciliar el sueño. Pasó días ignorando sus heridas hasta que el dolor y la fiebre lo llevaron a urgencias. “En primera instancia no me quisieron sacar el perdigón porque decían que era peligroso, que podía intentar operarme en un tiempo más. Me llenaron de remedios y me mandaron para la casa. Consulté en otras partes y fue lo mismo”, explica el periodista.
La molestia no lo dejaba tranquilo y halló una ayuda en la FECH, cerca del Parque Bustamante. Allí había un punto de atención médica para personas lesionadas y fue atendido fugazmente: “El doctor me revisó y me dijo que me podía sacar el perdigón. Y allí me lo sacaron en cinco minutos y gratis. Sentí que fue un gesto de empatía conmigo, con mi sufrimiento”.
En el lugar también lo ayudaron con asesoramiento legal. El periodista realizó la denuncia pero meses después la retiró, convencido de que no lograría encontrar al carabinero que le ocasionó su lesión.
Andrea Toro (39) médica y estudiante de la especialidad en Medicina Familiar, es parte del Movimiento de Salud en Resistencia (MSR) que opera en la sede de la FECH y en otras partes aledañas a Plaza Italia. Al igual que otras brigadas de salud esta “nace por las múltiples lesiones que evidencian la vulneración de derechos humanos”, explica.
“Nuestro rol es resistir. Hemos visto casos tan complejos, personas quemadas o con heridas penetrantes, que nos obligaban a hacer atención más personalizada, ya que muchas veces en las urgencias no recibían a la gente y se sentían discriminados. Ahí dependían de nosotros, los brigadistas. Ese es nuestro aporte a la lucha”, expresa la médica con convicción.
Comenzaba noviembre y otro caso de violencia se avecinaba. Javier (28) recién había llegado a la Plaza Baquedano con sus amigos cuando una turba de personas corría en dirección contraria. Al acecho se acercaban las Fuerzas Especiales de Carabineros de Chile. “No entendí que estaba pasando, de la nada vi a un paco, me miró y me pegó de un escopetazo una lacrimógena en el pecho, abajo del corazón”, relata.
Los brigadistas de cascos azul le advirtieron que era complicado y que debía ir a urgencias, pero él prefirió no ir. Al día siguiente despertó con un hematoma gigante con la forma de la lacrimógena en su pecho. El dolor le duró 10 días, tiempo en el que nunca se le pasó por mente hacer ninguna acción legal. En la polera del equipo de sus amores, que usaba ese día, se plasmó “un recuerdo de injusticia”, como él recuerda la marcha chamuscada de la bomba.
Llegó el día 15 de noviembre, el Congreso Nacional lograba firmar el Acuerdo Por la Paz y la Nueva Constitución para plebiscitar si los chilenos querían aprobar o rechazar la redacción de una nueva carta fundamental.
La Plaza Italia había pasado a llamarse Plaza Dignidad en Google Maps y en los corazones de miles de personas, que encontraron en esta palabra su mayor causa de lucha. Nuevamente la avenida Vicuña Mackenna era testigo de un incidente: Alejandra (26), estudiante universitaria, se encontraba en una zona con un gran contingente policial y también con muchos manifestantes: “Era un caos, intenté salir del lugar en cuclillas, le di la espalda a los pacos y uno de ellos me lanzó una lacrimógena en la cabeza”.
Ese día la estudiante llevaba puesto su casco de bicicleta. “Eso le salvó la vida”, afirma el Dr. Oyarzo, quien explica que los golpes en las cabeza de esa dimensión, pueden provocar la muerte o grandes daños neurológicos. Alejandra decidió no ir al médico ni hacer ningún seguimiento de su ataque.
Sin patente, sin identificación
Un 15 de diciembre, casi dos meses después del inicio de la revuelta social, se concebía una concentración familiar de diferentes sectores del sur oriente de la capital, en la comuna de La Florida, a pasos del metro Vicuña Mackenna.
Un estudiante de cuarto año de periodismo, Nelson Duque (22), a eso de las 21.20 estaba pendiente de apagar las lacrimógenas que lanzaban los carabineros para disipar a los manifestantes. Mientras lo hacía, escuchó a un hombre pelear con otro que conducía una camioneta gris sin patente y con vidrios polarizados. Las palabras entre estos desconocidos subieron de tono y el conductor sacó un arma y disparó al cielo, advirtiendo el peligro que venía. Acto seguido, una bomba de pintura amarilla fue lanzada a la camioneta, lo que desató la ira del conductor, disparando cinco veces más hacia atrás, sin darle a nadie.
Nuevamente dispara pero esta vez al frente, justo donde estaba Duque: “me miró y me disparó”. Su pierna izquierda recibió el impacto. Cayó al suelo y se resintió pensando que se trataba de un perdigón. Minutos más tarde en la Clínica BUPA Santiago le explicaron que era una bala de 9mm. Rato después, personas del INDH confirmaron haber encontrado los casquillos de las balas en el lugar de los hechos.
Las curaciones lo acompañaron hasta febrero. La bala no fue removida ni lo será. “A veces, cuando un proyectil está muy profundo es mejor no sacarlo porque el mismo procedimiento para removerlo puede generar más complicaciones internas”, sostiene el Dr. Oyarzo, y afirma que el escenario pudo haber sido mucho peor, ya que la bala estuvo a centímetros de rozar la arteria femoral del futuro periodista. “Es una arteria muy muy gruesa por donde pasa mucha sangre, de haber sido alcanzada por la bala su vida hubiese corrido peligro”, explica el médico cirujano.
El estudiante aún vive con la bala en su cuerpo. La denuncia está en la fiscalía y de ahí no se ha movido y el autor del ataque sigue libre y sin ser identificado. “No sé quién me disparó pero yo creo que fue un agente del Estado”, piensa Duque.
Sueños e injusticias
Casos como los de Gustavo Gatica y Fabiola Campillay generaron una gran conmoción en la gente. Marcaron un antes y un después. El INDH y Américas de Human Rights Watch vislumbraron el uso excesivo de la fuerza por parte de Carabineros en las manifestaciones.
Pero parece no haber un reparo de justicia y un escudamiento en la pandemia. Entonces, ¿qué pasa con los casos “menos graves”? “Si no pasa nada con los casos emblemáticos, que se espera para nosotros” reflexiona uno de los afectados.
El sentimiento de injusticia está en todos los entrevistados: los que hicieron las denuncias y continúan esperando y los que nunca hicieron nada por miedo a la exposición y la persecución policial, o porque simplemente no le tienen fe al sistema.
Así, como pudieron, continuaron con sus vidas: algunos con más secuelas que otros, pero todos con emociones no resueltas. Prueba de ello son los sueños que admiten tener aún sobre sus episodios de violencia. Fuera de los daños físicos y los gastos económicos, la mente no los dejaba tranquilos.
“Esos sueños son un signo del trastorno de estrés postraumático. Cuando tú pasas por un estrés tal como ver tu vida en peligro y luego tienes sueños o pensamientos sobre ello es porque tu mente está constantemente recordando algo que está alterando tu calidad de vida. Ahí se vuelve una patología que debe ser tratada principalmente con psicoterapia”, nos dijo el Dr. Oyarzo.
Las consecuencias son múltiples y duraderas, y la vida solo les exige continuar. Por ello “es importante ver y tratar estas cosas. Si tu salud mental está mal, todo tu organismo está mal, toda tu vida está mal, y es algo que la medicina tradicional no te hace ver porque el tema de la salud mental está muy subvalorado, sobre todo en Chile”, concluye el médico.
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